Derecho vs. realidad: el acceso a medicamentos en México y la vida cotidiana de quienes dependen de ellos
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- hace 13 horas
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Por: Marlene Torres Figa

En México hablar del derecho a la salud es hablar de un ideal profundamente
arraigado en nuestra Constitución. El artículo 4º de la Constitución Política de los
Estados Unidos Mexicanos señala que todas las personas tienen derecho a recibir
servicios de salud, y la Ley General de Salud define de manera concreta que el
Estado debe proporcionar los medicamentos necesarios para preservar ese
derecho. Sobre el papel, el sistema parece claro, sólido y suficiente. Pero basta con
asomarse a un hospital de primer nivel o a una clínica familiar para descubrir una
realidad completamente distinta: recetas que no se surten, pacientes que regresan
una y otra vez sin obtener sus medicamentos y profesionistas de la salud que, aun
queriendo ayudar, no pueden trabajar sin insumos.
Lo que debería ser un derecho humano incondicional se convierte, día a día, en una
travesía desgastante para millones de personas. Y esta travesía golpea con
particular fuerza a quienes viven con enfermedades crónico-degenerativas como la
diabetes, condición que no espera, no se detiene y no perdona interrupciones. Aquí
el medicamento no es un complemento: es parte de la vida cotidiana, una
herramienta imprescindible para evitar complicaciones graves que pueden aparecer
en cuestión de días o incluso horas.
Cada falta de insulina, cada retraso en la entrega de metformina, representa un
riesgo real. Las visitas médicas, toma puntual de medicamentos, ajustes
alimentarios se desmorona en cuanto el sistema deja de responder. El desabasto no
es una molestia: es un peligro. Y, al mismo tiempo, es una carga económica
considerable para las familias. Cuando el Estado no garantiza los insumos, las
familias deben asumir costos altos en farmacias privadas, recortando gastos
esenciales para poder pagar lo que debería estar incluido en su derecho a la
atención médica.
La injusticia se vuelve evidente: quien posee recursos resuelve el faltante con
dinero; quien no los tiene queda a la deriva. La desigualdad, entonces, se
profundiza. El derecho consagrado constitucionalmente se transforma en un
privilegio que depende de la capacidad económica de cada persona. El sistema deja
de ser universal y se convierte en un laberinto lleno de barreras, donde cada
obstáculo repercute directamente en la salud, el ánimo y la estabilidad de quienes
dependen de tratamientos continuos.
A esta fragilidad se suma un riesgo pocas veces mencionado: cuando falla el sector
público, crece la tentación de recurrir a mercados alternos o informales. Estos
espacios suelen ofrecer medicamentos a menor precio, pero sin garantías de
trazabilidad o calidad. Las personas que viven con diabetes por ejemplo podrían
verse obligadas a comprar insulina que no ha sido almacenada en condiciones
adecuadas, que no cuenta con controles de refrigeración o, peor aún, que puede ser
falsificada. La desesperación abre la puerta a peligros adicionales, y el desabasto se
convierte así en un problema que trasciende lo administrativo: afecta la seguridad
sanitaria del país.
El gobierno ha intentado responder con medidas de gran escala, como la llamada
“megacompra” de medicamentos o la centralización de adquisiciones. Aunque estas
iniciativas han mostrado avances en algunos sectores, lo cierto es que todavía no
han logrado resolver el problema de fondo. Persisten fallas logísticas, compras
incompletas, retrasos en la distribución y una desconexión constante entre las
decisiones nacionales y las necesidades reales en clínicas y hospitales locales. En
muchas unidades, los pacientes siguen oyendo la frase que lo resume todo: “Aún no
llega”.
Por eso, la sociedad civil se ha vuelto un actor indispensable para entender,
documentar y enfrentar esta crisis. Plataformas independientes han dado
seguimiento puntual a los faltantes, y una de las más relevantes es Cero Desabasto,
con quienes tenemos un vínculo. A través de esta alianza, hemos podido ser
testigos de casos, visualizar reportes, visibilizar tendencias y presionar a las
autoridades para que reconozcan que esta problemática no es una serie de
episodios aislados, sino un fenómeno estructural que requiere soluciones profundas
y sostenidas.
Las personas que reportan desabasto no lo hacen solo para quejarse: lo hacen para
que otras no pasen por lo mismo, para que quede constancia de que el sistema está
fallando, para que los responsables tengan que responder con datos y no con
discursos. En nuestra experiencia colaborando con Cero Desabasto, hemos visto
cómo esos reportes individuales, que en apariencia podrían parecer pequeños, se
convierten en evidencia poderosa cuando se acumulan. No solo reflejan una
tendencia: revelan un patrón nacional.
Además de esta labor de vigilancia, el litigio también es otra vía crucial. Miles de
personas han recurrido a amparos o quejas formales para exigir que el Estado
cumpla con su obligación. Sabemos que ninguna familia debería llegar al punto de
tener que demandar para obtener una insulina o un antihipertensivo. Sin embargo,
estos mecanismos se han convertido en herramientas indispensables ante la falta
de soluciones estructurales. El litigio estratégico no solo busca resolver casos
individuales, sino sentar precedentes que obliguen a las instituciones a mejorar sus
prácticas y asumir su responsabilidad.
Esta defensa no ocurre en solitario. Cada vez más académicos, médicos y
especialistas se suman para generar estudios que analizan el impacto sanitario,
económico y social del desabasto. La evidencia científica respalda las demandas
ciudadanas y evita que el tema se reduzca a narrativas simplistas o a explicaciones
de coyuntura. La crisis no es repentina ni anecdótica: es estructural, compleja y
profundamente humana. Y la academia ayuda a demostrarlo con datos,
metodologías y análisis que fortalecen la argumentación pública y jurídica.
En paralelo, las redes comunitarias han descubierto formas de mitigar el daño
inmediato. Se han organizado bancos de medicamentos, campañas de donación y
mecanismos de apoyo solidario. Aunque estas iniciativas no sustituyen la obligación
del Estado, sí representan una muestra clara de la capacidad ciudadana para
responder ante la urgencia, especialmente cuando las personas con enfermedades
crónico-degenerativas no pueden esperar.
Al final, esta crisis nos obliga a mirar de frente la distancia entre el derecho y la
realidad. El derecho está escrito, sí, pero sigue sin materializarse para muchas
personas que dependen de un medicamento diario para vivir con dignidad,
estabilidad y salud. La lucha por el abasto no es técnica ni burocrática: es una lucha
por la vida cotidiana, por el bienestar de millones, por la igualdad de oportunidades
para quienes no pueden detener su enfermedad mientras el sistema decide si
entrega o no un medicamento.
La indignación que sentimos como Asociación, como pacientes, como ciudadanos
no puede quedarse en el plano emocional. Debe transformarse en acción, monitoreo
y evidencia. En exigir, con firmeza y claridad, que el derecho a la salud no se quede
en el papel.



